Denis Villeneuve ya no tenía excusa. Tras haber dedicado la primera entrega de Dune a exponer las premisas de una historia, su segundo largo acerca del planeta desierto afrontaba la obligación de sacar dicha historia adelante, un trabajo duro para aquellos fans de la ciencia ficción que, como él mismo, se vienen arriba con la construcción de mundos. Al canadiense, además, le rodeaba el aura de jugador de ventaja al contar con tres horas para un colofón que David Lynch tuvo que resumir en veinte minutos. Y si recordamos además las flaquezas de su filme de 2021 (ese que a veces se quedaba a las puertas de ser una Barry Lyndon de las galaxias para después ceder a las necesidades de una narrativa reseca y ultracondensada), resultará lógico que algunos esperásemos su regreso con el cuchillo desenvainado. Así pues, ahora sorprende que esa hostilidad se haya convertido en reconocimiento ante un trabajo que no dejará en el género una huella tan profunda como algunos afirman, y que tampoco habrá provocado pesadillas entre los ejecutivos de Warner, pero al que se le nota el esfuerzo por ser fiel a su materia prima y, lo más importante, también a sí mismo.
Más allá de la socorrida referencia a Lawrence y los beduinos, la historia de Dune también arrastra ecos de El gatopardo: un aristócrata que renuncia a las virtudes de su clase (verdaderas o no, esa es otra) a cambio de la conservación de sus privilegios. Y hete aquí que esa componenda, a falta de un Alain Delon con destiltraje, se encarna de forma más que notable en Timothée Chalamet. La metamorfosis del actor a lo largo de esta película volverá obsoletos muchos chistes sobre melocotones al enfrentarle a la disyuntiva entre un sistema putrefacto (representado por esos Harkonnen que, en parte gracias a la llegada de Austin Butler, dan por fin la grima necesaria) y la barbarie del nuevo orden espoleado por Rebecca Ferguson, mamá terrible donde las haya, y sus artimañas religiosas. El corazón de la cinta, eso sí, reside en Zendaya y en Javier Bardem: la primera, habitando un personaje que se eleva por encima del interés romántico para enunciar las verdades del barquero (¿del gusanero?) acerca de la manipulación y la explotación; el segundo, pasando de entrañable mentor a esbirro fanatizado y mostrándonos en ese tránsito la caída de toda una cultura en el abismo.
En su conjunto, ¿es la Dune de Villeneuve una adaptación impecable? En absoluto, y tampoco una película libre de tachas. Pero sí una que solventa sus dificultades (visuales y narrativas) con finura, y que destaca cuando se resiste a ceder ante la épica fácil o a consolarnos mediante grandes apoteosis, no obstante la espectacularidad que la envuelve de la primera a la última escena. Más allá de su especia y sus profecías, la novela de Frank Herbert sigue siendo una advertencia sobre el caudillismo, sobre el mito del salvador blanco y sobre lo fácilmente que cualquiera (ya sea un habitante de un desierto alienígena o un lector que se emociona al pasar las páginas) puede abandonar su humanidad al servicio de una figura carismática. Esta película dividida en dos pone esa idea en imágenes de manera sugerente y, a veces, también visceral: no es poco logro.
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